lunes, 14 de octubre de 2013

LA MAGIA DEL NOMBRE


Desde tiempos inmemoriales, muchos pueblos observan, a la hora de escoger un nombre para sus descendientes, diversas reglas mágicas o religiosas. Estas prácticas rituales tienen la finalidad de garantizar al recién nacido la protección de las fuerzas sobrenaturales durante su vida.

Ni siquiera algo tan necesario como la imposición del nombre a las personas está exento de toda suerte de creencias. En Groenlandia el nombre es considerado como una especie de alma y existe la convicción de un parentesco próximo entre las personas que se llaman de igual modo. En el África ecuatorial se observa con cuidado el primer grito del recién nacido, al igual que se hacía en la antigua China, a fin de reconocer al antepasado o a la alimaña que se manifiesta a través de su voz.

Determinado este parentesco, el niño recibe un nombre secreto hasta su edad de iniciación. Al alcanzarla pubertad, el joven toma un nuevo nombre, que está en sintonía mágica con su cambio de fonación.

Cuando nace un tibetano, sus padres llaman a consulta a un lama para que haga su horóscopo y escoja el nombre adecuado, según la conjunción astrológica que había en el momento de su venida al mundo. Si más adelante el niño pasa alguna enfermedad grave y se salva, se le cambia el nombre, por considerar maléfico el anterior. De forma parecida, en algunas tribus de la costa del golfo de Bengala los indígenas que superan una gran dolencia suelen tomar otro nombre, para confundir a los malos espíritus que, según ellos, traen las enfermedades.

Otras veces la elección del nombre se deja en manos celestiales por medio de una ordalía o «juicio de Dios». En la costa oriental de la península de Malaca tienen la costumbre de escribir diversos nombres en plátanos, e interpretan que el que figura en la primera pieza que toque el bebé será el que mejor le proteja.


PARA PLATÓN EL NOMBRE DETERMINABA EL DESTINO

Un pensador de la categoría de Platón no dudó en afirmar que no podía dejarse al azar el hecho de escoger un nombre, en la idea de que tal decisión marcaría las venturas y desventuras de quien lo llevase. Con frecuencia, los pueblos de la antigüedad recurrían a nombres en los que entraba en su composición la palabra «Dios», con el fin de que, desde los cielos, las fuerzas sobrenaturales protegiesen al nuevo vástago. Otras veces, ponían por nombre al recién nacido vocablos que evocaban las cualidades físicas, o el destino en la vida que querían reservar para su descendiente. Cuando los padres no se atenían a estas reglas mágico-religiosas, cualquier percance que sufriese el hijo se atribuía a la desafortunada elección del nombre. Por ejemplo, los poetas trágicos griegos, atribuyeron al significado de Penteo, «duelo», la advertencia de su fin desgraciado. En el nombre de Polinice, «grandes disputas o querellas», creyeron ver el agüero de las disensiones continuas que hubo entre los dos hijos del rey Edipo. Yen el de Ayax, «ay de mí», una alusión a las desgracias de las que fuera víctima este héroe.

Para entender el origen de esta creencia, hay que recordar que, según los textos bíblicos, Dios se reservó el privilegio de dar nombres a todos los seres vivos, incluidos Adán y Eva. Por cierto, que en las elucubraciones sobre el idioma utilizado en estas primeras nominaciones, el padre Larramendi, erudito vasco, asegura que, en tan solemne ocasión, el Supremo Hacedor se pronunció en eusquera.

A partir del Génesis, la imposición del nombre gozó de claras connotaciones religiosas, como pone de manifiesto el hecho de que, durante muchos siglos, los recién nacidos no recibían denominación alguna hasta tanto no se produjesen ciertos ritos propiciatorios: circuncisión, lustración, purificación o bautismo.

La costumbre cristiana, observada durante siglos, de poner al recién nacido el llamado «nombre de pila», correspondiente a un santo, con frecuencia el del día, añade a la intervención divina en la fecha de nacimiento la protección que por parte de su abogado celestial tendrá de por vida. En ciertos casos, el tránsito hacia otro estado religioso llevaba consigo la imposición de un nuevo nombre, como ha venido ocurriendo tras tomar los hábitos monacales o resultar exaltado hacia el pontificado, esto último desde el año 1009.

Gregorio el Grande, a finales del siglo VI, trasformó en precepto lo que hasta entonces había sido una recomendación de la Iglesia, imponiendo en exclusiva los nombres del santoral. Aún así, esta disposición no fue del todo obedecida en el mundo cristiano hasta después del siglo X. Todavía hoy, existen algunos países de confesión católica en los que no se permite a los padres poner a sus hijos nombres que no se correspondan con los de algún santo. Aunque, en la mayoría de los países occidentales la libertad incluye la elección de nombres «blasfemos».


TABÚES NOMINALES

Hay ciertos nombres que no son usuales, debido a que constituyen un tabú. Dios, por la prohibición hebrea de mentar su nombre <en vano», Jesucristo, por respeto hacia su persona, y Caín por ser el primer fratricida de la historia.


«TÚ ERES PIEDRA»

Ninguno de los Papas ha elegido llamarse Pedro, por considerarse indignos de llevar el nombre del apóstol. Sin embargo, en varios pueblos andaluces se cree de mal agüero llamarse Pedro, por haber negado éste a Cristo.






TEÓFOROS

En nuestro entorno hay muchos nombres teóforos; es decir, relacionados con los dioses. He aquí algunos: Baltasar, «Que el dios Bel proteja al rey»; Elisa, «Dios ha ayudado»; Ezequiel, Gabriel e Israel, «Fuerza de Dios»; Isidoro, «Adorador de Isis»; Ismael, «Dios escucha»; Jesús, «Dios salva»; José, «Que Dios aumente la familia»; Juan, «Compasión de Dios»; Manuel, «Dios con nosotros»; María, «Amada de Dios»; Martín, «Guerrero de Marte»; y Miguel, «¿Quién como Dios?».


TRANSMIGRACIÓN GENEALÓGICA

En la historia antigua era muy usual que al primer nieto se le impusiese el nombre de su abuelo. Esta costumbre estuvo muy arraigada en el centro de España en la Edad Media, y la casa de Haro la tomó como norma genealógica. Tal práctica está relacionada con la transmigración de las almas y la creencia en que el abuelo se reencarnaría en el nieto mediante esta estratagema.

PREDESTINACIÓN

Con frecuencia, los padres imponían nombres a sus hijos en sintonía con el futuro vital que deseaban para ellos: Adolfo, «guerrero noble»; Alejandro, «que rechaza al adversario>); Alfonso y Gonzalo, «guerrero preparado para la lucha»; Alfredo, «pacificador noble»; Alicia, «sincera»; Álvaro, «muy sabio»; Camilo, «ministro»; Diego, «instruido»; Felipe, «amigo de los caballos»; Félix, «feliz»; Fernando, «inteligente y osado»; Fidel, «fiel»; Gerardo, «fuerte con la lanza»; y Guillermo, «protector decidido»; entre otros.

LOS PEPES

Se cree que el apelativo de Pepe tiene su origen en la costumbre de sustituir el nombre de san José, en los antiguos escritos, por «Padre Putativo», para indicar que era tenido como tal de Jesús. Y cuando esta expresión se resumió en las iniciales «PP.», los que llevaban este nombre empezaron a ser llamados así.


Por Ramos Perera. Pp.76-77 Año/Cero

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