Desde tiempos inmemoriales, muchos pueblos observan, a la hora de escoger un nombre para sus descendientes, diversas reglas mágicas o religiosas. Estas prácticas rituales tienen la finalidad de garantizar al recién nacido la protección de las fuerzas sobrenaturales durante su vida.
Ni siquiera algo tan necesario
como la imposición del nombre a las personas está exento de toda suerte de
creencias. En Groenlandia el nombre es considerado como una especie de alma y existe
la convicción de un parentesco próximo entre las personas que se llaman de
igual modo. En el África ecuatorial se observa con cuidado el primer grito del
recién nacido, al igual que se hacía en la antigua China, a fin de reconocer al
antepasado o a la alimaña que se manifiesta a través de su voz.
Determinado este parentesco, el
niño recibe un nombre secreto hasta su edad de iniciación. Al alcanzarla
pubertad, el joven toma un nuevo nombre, que está en sintonía mágica con su
cambio de fonación.
Cuando nace un tibetano, sus
padres llaman a consulta a un lama para que haga su horóscopo y escoja el
nombre adecuado, según la conjunción astrológica que había en el momento de su
venida al mundo. Si más adelante el niño pasa alguna enfermedad grave y se salva,
se le cambia el nombre, por considerar maléfico el anterior. De forma parecida,
en algunas tribus de la costa del golfo de Bengala los indígenas que superan
una gran dolencia suelen tomar otro nombre, para confundir a los malos
espíritus que, según ellos, traen las enfermedades.
Otras veces la elección del
nombre se deja en manos celestiales por medio de una ordalía o «juicio de
Dios». En la costa oriental de la península de Malaca tienen la costumbre de
escribir diversos nombres en plátanos, e interpretan que el que figura en la
primera pieza que toque el bebé será el que mejor le proteja.
Un pensador de la categoría de
Platón no dudó en afirmar que no podía dejarse al azar el hecho de escoger un
nombre, en la idea de que tal decisión marcaría las venturas y desventuras de
quien lo llevase. Con frecuencia, los pueblos de la antigüedad recurrían a
nombres en los que entraba en su composición la palabra «Dios», con el fin de
que, desde los cielos, las fuerzas sobrenaturales protegiesen al nuevo vástago.
Otras veces, ponían por nombre al recién nacido vocablos que evocaban las
cualidades físicas, o el destino en la vida que querían reservar para su
descendiente. Cuando los padres no se atenían a estas reglas mágico-religiosas,
cualquier percance que sufriese el hijo se atribuía a la desafortunada elección
del nombre. Por ejemplo, los poetas trágicos griegos, atribuyeron al
significado de Penteo, «duelo», la advertencia de su fin desgraciado. En el
nombre de Polinice, «grandes disputas o querellas», creyeron ver el agüero de
las disensiones continuas que hubo entre los dos hijos del rey Edipo. Yen el de
Ayax, «ay de mí», una alusión a las desgracias de las que fuera víctima este
héroe.
Para entender el origen de esta creencia,
hay que recordar que, según los textos bíblicos, Dios se reservó el privilegio
de dar nombres a todos los seres vivos, incluidos Adán y Eva. Por cierto, que
en las elucubraciones sobre el idioma utilizado en estas primeras nominaciones,
el padre Larramendi, erudito vasco, asegura que, en tan solemne ocasión, el
Supremo Hacedor se pronunció en eusquera.
A partir del Génesis, la
imposición del nombre gozó de claras connotaciones religiosas, como pone de
manifiesto el hecho de que, durante muchos siglos, los recién nacidos no
recibían denominación alguna hasta tanto no se produjesen ciertos ritos
propiciatorios: circuncisión, lustración, purificación o bautismo.
La costumbre cristiana, observada
durante siglos, de poner al recién nacido el llamado «nombre de pila»,
correspondiente a un santo, con frecuencia el del día, añade a la intervención
divina en la fecha de nacimiento la protección que por parte de su abogado
celestial tendrá de por vida. En ciertos casos, el tránsito hacia otro estado
religioso llevaba consigo la imposición de un nuevo nombre, como ha venido
ocurriendo tras tomar los hábitos monacales o resultar exaltado hacia el
pontificado, esto último desde el año 1009.
Gregorio el Grande, a finales del siglo VI, trasformó en precepto lo que hasta entonces había sido una
recomendación de la Iglesia, imponiendo en exclusiva los nombres del santoral.
Aún así, esta disposición no fue del todo obedecida en el mundo cristiano hasta
después del siglo X. Todavía hoy, existen algunos países de confesión católica
en los que no se permite a los padres poner a sus hijos nombres que no se
correspondan con los de algún santo. Aunque, en la mayoría de los países
occidentales la libertad incluye la elección de nombres «blasfemos».
TABÚES NOMINALES
Hay ciertos nombres que no son
usuales, debido a que constituyen un tabú. Dios, por la prohibición hebrea de
mentar su nombre <en vano», Jesucristo, por respeto hacia su persona, y
Caín por ser el primer fratricida de la historia.
«TÚ ERES PIEDRA»
TEÓFOROS
TRANSMIGRACIÓN GENEALÓGICA
En la historia antigua era muy
usual que al primer nieto se le impusiese el nombre de su abuelo. Esta
costumbre estuvo muy arraigada en el centro de España en la Edad Media, y la
casa de Haro la tomó como norma genealógica. Tal práctica está relacionada con
la transmigración de las almas y la creencia en que el abuelo se reencarnaría
en el nieto mediante esta estratagema.
PREDESTINACIÓN
Con frecuencia, los padres
imponían nombres a sus hijos en sintonía con el futuro vital que deseaban para
ellos: Adolfo, «guerrero noble»; Alejandro, «que rechaza al adversario>);
Alfonso y Gonzalo, «guerrero preparado para la lucha»; Alfredo, «pacificador
noble»; Alicia, «sincera»; Álvaro, «muy sabio»; Camilo, «ministro»; Diego,
«instruido»; Felipe, «amigo de los caballos»; Félix, «feliz»; Fernando,
«inteligente y osado»; Fidel, «fiel»; Gerardo, «fuerte con la lanza»; y
Guillermo, «protector decidido»; entre otros.
LOS PEPES
Se cree que el apelativo de Pepe
tiene su origen en la costumbre de sustituir el nombre de san José, en los
antiguos escritos, por «Padre Putativo», para indicar que era tenido como tal
de Jesús. Y cuando esta expresión se resumió en las iniciales «PP.», los que
llevaban este nombre empezaron a ser llamados así.
Por Ramos Perera. Pp.76-77 Año/Cero
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